EN DEFENSA DE LA LIBERTAD
La Historia de la Cristiandad nos ofrece, con los hechos que relata, un depósito de sabiduría y experiencia; pero tan desprovisto se halla de él el hombre actual, que se cree libre siendo esclavo. La sutil y avasalladora tiranía del presente, con su idolatría de la Humanidad y del Progreso, le incapacita para percibir siquiera la gloriosa libertad cristiana de antaño. La losa del silencio, bien calculado, y más destructor aún que la calumnia, pesa sobre la Tradición política española. Si a unos pocos aún suenan ciertos nombres, no dejan de ignorar sus doctrinas. Y aún los que le profesan amor y fidelidad, suelen adulterar su credo y afecto por la presión sin piedad del liberalismo circundante.
Ante la revolución de 1868, Aparisi descubrió en el arca santa del carlismo el único refugio de salvación frente al diluvio que se avecinaba. Murió siendo miembro del Consejo Real de Carlos VII, pero no vino a la Tradición por vías del nacimiento, sino tras un penoso caminar de anhelante peregrino afanoso de verdad. Fue la madura conclusión sacada de una meditación sosegada.
Comprendió en fin quién era el gran enemigo de la libertad: el liberalismo no podía dar ni verdad ni libertad; era mentira. Como Donoso, vió que cualquier nación presa de un régimen liberal está fatalmente condenado a la dictadura o la anarquía. El mejor testimonio de la verdad de cuanto decía eran sus propios contemporáneos, los que hacían la política y manejaban los resortes del poder. Si hubiese vivido más, y estudiado de cerca los documentos masónicos de dominio público, se habría percatado de cuál es el poder impulsor que se oculta bajo ese disfraz. Acaso sabía más de lo que parece cuando decía: La aristocracia antigua se engrandeció derramando su sangre; la moderna chupando la de los demás. Brotó aquélla en Lepanto y en Pavía; ésta salió tiznada de la Bolsa.