LA PIEDAD EN LA FAMILIA
Cuando lamentamos la indiferencia e impiedad del mundo actual; cuando fijamos horrorizados los ojos en el cuadro tristísimo que hoy ofrecen las públicas costumbres, rara vez, al investigar las causas de tan desconsolador espectáculo, las buscamos en que apenas se encuentran familias cristianas.
Por ellas pudo existir el Estado confesionalmente católico; y, viceversa, ellas se desmoronaron sin las garantías de aquél. Encontrar hoy una familia católica se antoja una excepción cuasi milagrosa.
Ser cristiana una familia -recuerda Sardá- debe ser algo más que tener una religiosidad de meras prácticas individuales que cada cual ejerce por su cuenta y razón, sin que formen parte de la vida colectiva de la sociedad doméstica. Así como no es católico un Estado mientras sus leyes y su organismo no vivan informados por el espíritu católico, obedientes a los preceptos católicos, basados en los principios de verdadera ortodoxia católica, así no podrá llamarse cristiana una familia si todo el tenor, toda la marcha, toda la vida del doméstico hogar no está en armonía con la fe, inspirada en ella, obediente a ella. Se ha perdido aquel puro aroma que vivificó siempre la antigua familia española: el aroma de la piedad. Un protestante o un ateo pueden permanecer largos días allí sin sentirse mortificados en su falta de creencias o en su afecto anticatólico.